Por Albert Camus
(1913-1960) -premio Nobel de Literatura en 1957-
Sí, lo jugué varios años en la
Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a
calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar
el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente
se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante
tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el Club Deportivo
Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo
de Belcourt-Mustapha era el Gallia.
Pero tenía un amigo, un tipo velludo,
que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es
como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a
menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial.
El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro forward
visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene
hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre
todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se
dice ‘derecha’.
Pero al cabo de un año de porrazos y
Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un
“universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el
tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que
ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni
tampoco, para ser sincero, eran “puros” sus motivos.
Personalmente, encontré que su motivo
era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en
una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies?
El tipo velludo y yo prometimos
volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a
frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo
se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como
suele ocurrir. ¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah sí, el RUA. Estaba
encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del
domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido.
Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo
juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer
un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca
tendría fin.
No sabía entonces que veinte años
después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido)
la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el
corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis
secretos, debo admitir que en París, por ejemplo, voy a ver los partidos del
Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas
que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas
de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde
partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me
escriben de Argel), cambiado –pero no mucho–. Después de todo, era por eso que
quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba
combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido
deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.
Como zaguero está el “Grandote”
–quiero decir Raymond Couard–. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo.
Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres
de nosotros –en todo sentido– ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros
propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar
“deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque,
cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso!
Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.
El equipo más difícil era el Olympic
Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron
notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre
golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba
Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos
“Sandia”) se excusaba con un: “Lo siento nenito“ y una sonrisa franciscana.
No voy a seguir. Ya me excedí de mis
límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en “Sandía” veo bondad.
Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta
altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el
mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca
de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que
aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna
imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.
José Galoppo
Nota: Las imágenes fueron obtenidas de Google.
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